domingo, 6 de abril de 2014

El chico del metro

Una mañana al bajar al metro, en la entrada, había un músico callejero tocando la guitarra. A ella le gustó. Al volver del trabajo seguía allí. Y también al día siguiente, en el mismo lugar, cerca de la entrada o de la salida, según se mire. Allí estaba sujetando su guitarra y apoyándose en la pared. Y al posterior a ese día también seguía allí. Algunos le escuchaban, otros pasaban a su lado sin verle, los más le echaban monedas. Ella empezó a pararse, cada día, cada mañana, cada tarde. Podía estar allí, en frente suyo varios minutos, muchos. A veces, perdía la noción del tiempo. Él siempre tocando la guitarra, con sus jerseys amplios, sus vaqueros rotos y desgastados, y su gorro calado hasta las orejas. Resultaba difícil verle la cara con el ir y venir de la gente y no ayudaba que él solo mirase hacia su guitarra. Aun así, ahí estaba ella, observándole, escuchándole sin querer irse a su casa, sin poder irse. Le gustaba estar allí, frente a él. Y así pasaron los días, las semanas, incluso los meses.
         Una tarde como cualquier otra, después de subir las escaleras desde el andén corriendo para llegar frente a él, no estaba. Le costaba respirar y no era por el esfuerzo físico, no, era porque de repente sintió un fuerte agobio en el pecho. Le faltaba el aire. Él ya no estaba. No estaba en su pared. Lo había visto por la mañana, había escuchado su música aquella mañana, y ya no estaba aquella tarde. ¿Se había ido? ¿Volvería a verle?
      De camino a casa consiguió tranquilizarse y pensar. Sólo era un músico callejero al que veía en el metro, un desconocido al fin y al cabo. De hecho nunca había hablado con él, sólo escuchado su música. No era para tanto, sin embargo seguía sintiéndose mal. No podía evitarlo. Se daría un baño en cuanto llegase a casa y se metería en la cama. Mañana será otro día, pensaba para sentirse mejor.
        Le escuchó. Llegando al portal escuchó su música. Era fruto de su imaginación, pensó, incluso de su obsesión; se encogió, agachó la cabeza y se abrazó fuerte a sí misma.
Era él. Estaba tocando en su portal, junto a la puerta que ella tenía que abrir. Allí estaba con sus vaqueros rotos, su jersey ancho y con su gorro, pero esta vez no miraba a su guitarra, le miraba a ella. Le miró, le sonrió y le saludó. Dijo su nombre con voz temblorosa y de los ojos de ella brotaron lágrimas que era incapaz de parar y su boca no paraba de sonreír. No lo veía desde hacía más de ocho años, cuando ella aún vivía con sus padres.  Era su vecino. Su vecino, su amigo, aquel chico con el que jugaba por el barrio, con el que se divertía de adolescente, aquel con el que había crecido, con el que compartía todo su tiempo entonces, sus risas, sus lloros, sus penas y alegrías, su amor de niños y de adolescentes. Su todo. Aquel chico es hoy este chico. Su chico.


         Feliz día. Y no lo olvides, Sonríe, que sonreír es muy sano y gratuito.