Una mañana al bajar al metro,
en la entrada, había un músico callejero tocando la guitarra. A ella le gustó.
Al volver del trabajo seguía allí. Y también al día siguiente, en el mismo
lugar, cerca de la entrada o de la salida, según se mire. Allí estaba sujetando
su guitarra y apoyándose en la pared. Y al posterior a ese día también seguía
allí. Algunos le escuchaban, otros pasaban a su lado sin verle, los más le
echaban monedas. Ella empezó a pararse, cada día, cada mañana, cada tarde.
Podía estar allí, en frente suyo varios minutos, muchos. A veces, perdía la
noción del tiempo. Él siempre tocando la guitarra, con sus jerseys amplios, sus
vaqueros rotos y desgastados, y su gorro calado hasta las orejas. Resultaba
difícil verle la cara con el ir y venir de la gente y no ayudaba que él solo
mirase hacia su guitarra. Aun así, ahí estaba ella, observándole, escuchándole
sin querer irse a su casa, sin poder irse. Le gustaba estar allí, frente a él.
Y así pasaron los días, las semanas, incluso los meses.
Una
tarde como cualquier otra, después de subir las escaleras desde el andén
corriendo para llegar frente a él, no estaba. Le costaba respirar y no era por
el esfuerzo físico, no, era porque de repente sintió un fuerte agobio en el
pecho. Le faltaba el aire. Él ya no estaba. No estaba en su pared. Lo había
visto por la mañana, había escuchado su música aquella mañana, y ya no estaba
aquella tarde. ¿Se había ido? ¿Volvería a verle?
De
camino a casa consiguió tranquilizarse y pensar. Sólo era un músico callejero
al que veía en el metro, un desconocido al fin y al cabo. De hecho nunca había
hablado con él, sólo escuchado su música. No era para tanto, sin embargo seguía
sintiéndose mal. No podía evitarlo. Se daría un baño en cuanto llegase a casa y
se metería en la cama. Mañana será otro día, pensaba para sentirse mejor.
Le
escuchó. Llegando al portal escuchó su música. Era fruto de su imaginación, pensó,
incluso de su obsesión; se encogió, agachó la cabeza y se abrazó fuerte a sí
misma.
Era él. Estaba tocando en su portal,
junto a la puerta que ella tenía que abrir. Allí estaba con sus vaqueros rotos,
su jersey ancho y con su gorro, pero esta vez no miraba a su guitarra, le
miraba a ella. Le miró, le sonrió y le saludó. Dijo su nombre con voz temblorosa
y de los ojos de ella brotaron lágrimas que era incapaz de parar y su boca no
paraba de sonreír. No lo veía desde hacía más de ocho años, cuando ella aún
vivía con sus padres. Era su vecino. Su
vecino, su amigo, aquel chico con el que jugaba por el barrio, con el que se
divertía de adolescente, aquel con el que había crecido, con el que compartía todo
su tiempo entonces, sus risas, sus lloros, sus penas y alegrías, su amor de
niños y de adolescentes. Su todo. Aquel chico es hoy este chico. Su chico.
Feliz
día. Y no lo olvides, Sonríe, que sonreír es muy sano y gratuito.