Apareciste un
viernes por la mañana, no sabía quién eras ni como te llamabas,
recuerdo perfectamente que aparcaste el coche delante de mi tienda,
te apeaste y después de mirarlo volviste a aparcarlo mejor, solo
cinco centímetros más pegado a la acera, nadie notó la diferencia
salvo tú. Luego supe que no era perfección, sino que así pensabas
que molestaría menos a los coches que pasaban por la calle de una
sola dirección. Me sonreíste y dijiste, “así está mejor. Luego
vuelvo”. Me quedé sorprendida y apenas hice caso a tu comentario,
me quedé embobada con tu sonrisa, esa que fue capaz de dar luz y
color a un día gris en todos los sentidos. Llevabas el pelo largo,
te tapaba la frente y parte de los ojos, y unos vaqueros rotos y
desgastados, deportivas negras y una camiseta normal. Media hora
después apareciste en mi puerta, con esa gran sonrisa que es tu
carta de presentación, esa que te identifica y que tanto dice de ti,
“hola, ya estoy aquí, quería comprar un traje, es para una boda,
la boda de un amigo”. Lo dijiste todo del tirón, y yo solo me
quedé con el hola. Supe que eras tú por la sonrisa, pero ahora
llevabas el pelo corto, muy corto y dejaba ver tu cara, tus ojos,
esos maravillosos ojos claros que me absorbieron, comenzaste a
hablar sin parar, y yo seguía sin poder prestar atención a tus
palabras.
Cuando conseguí
recomponerme y hacerme con la situación, pasamos el resto de la
mañana probando pantalones, camisas, anudando y deshaciendo los
nudos de las corbatas, ajustándote los pantalones, ayudándote con
las chaquetas, que si chaleco, que mejor no, yo prefiero cinturón
pero los tirantes tienen su punto, … creo que nunca antes había
dedicado tanto tiempo a un cliente y sin embargo, me pareció tan
poco.
Hoy cuando has vuelto a
recoger la ropa ya arreglada, creía que llegarías y te irías
rápido, solo era recogerla. Pero no, traías café y tu inmensa
sonrisa. Nuestra primera cita, dijiste.
Soñemos